Wim Wenders está de regreso y no porque el cineasta haya hecho un alto en su prolífica carrera y ahora vuelva al ruedo, sino porque su última película, «Días perfectos», es el retorno en su mejor forma del responsable de títulos inolvidables como «París, Texas», «Las alas del deseo», «El amigo americano» y «Alicia en las ciudades».
El filme, que formó parte de la Competencia Oficial de la última edición del Festival de Cannes y este jueves se estrena en Argentina y luego se verá en la plataforma Mubi, tiene en el centro de la historia a Hirayama (Koji Yakusho, que se alzó con el premio al Mejor Actor en el certamen francés), un solitario hombre maduro que trabaja limpiando los baños en el centro de Tokio, con rutinas bien definidas y aparentemente, satisfecho con su presente.
Irayama se despierta y con unos pocos movimientos precisos dobla la colchoneta y el cobertor con el que se tapó, luego se dirige al baño, se lava los dientes, recorta su bigote, se viste con el mameluco de la empresa en donde trabaja, sale de su vivienda, mira al cielo con evidente satisfacción, compra un café helado en la máquina del callejón donde vive, se sube a su pequeño utilitario, pone algún casette de música occidental de rock o pop de los sesenta u ochenta e inicia el camino hacia su jornada laboral.
Con pequeñas variaciones, la escena se repite para mostrar los hábitos del protagonista, que además de trabajar, escucha temas de Lou Reed, The Aimals, Patti Smith, The Kinks y Nina Simone; compra y lee libros usados de William Faulkner, Patricia Highsmith y de la japonesa Aya Koda; e invariablemente, a la hora del almuerzo, saca fotos analógicas tratando de captar la luz que se filtra entre los árboles.
Trailer «Días perfectos»
El trabajo a conciencia, la permisividad con un joven e irresponsable ayudante, los lugares que visita regularmente (un pequeño restaurante en donde cena una vez por semana, otro de comidas al paso, la librería, o el sento, esos baños públicos en donde se higieniza en profundidad) son las postas de un hombre de costumbres, en donde se da a entender que si falla en esos hábitos, se develará mucho más de lo que el personaje está dispuesto a soportar.
Y en ese sentido, el hermetismo del protagonista que apenas habla pero que evidentemente encontró un equilibrio inédito para la mayoría, da pie a que a medida que avanza la película se instale la pregunta primaria sobre su pasado, y ya en pleno terreno de la especulación, el otro interrogante es qué lo llevó a esa vida frugal y solitaria.
Lo cierto es que la sorpresiva aparición de una sobrina, Miko, desemboca en algunas pistas sobre Irayama, pocas y acaso prescindibles, de lo que se trata es de asomarse a un micromundo insólito y por lo tanto, fascinante.
Pero Wenders, que fue uno de los nombres que renovaron el cine alemán en la década del setenta con una poética propia con una buena dosis de existencialismo, conduce la historia a una trampa o mejor dicho, a un ardid sobre el que se asienta todo el relato y que tiene que ver con cierto ordenamiento mental propio de Occidente.
La astucia del realizador consistiría en algo así como que un personaje con un trabajo humilde (incluso despreciable desde cierta clase social acomodada), que se siente a gusto con esa vida sencilla, debería ser visto con cierta conmiseración.
Sin embargo, una vez desarrollado el escenario del relato, resulta sumamente atractiva la delicada puesta de Wenders, que muestra que el protagonista alcanzó un alto nivel de satisfacción personal llevando una existencia despojada de cualquier lujo, casi ascética.
De esta manera y sin temor a parecer un turista en plan de apropiación cultural, el cineasta que ya había filmado en Japón «Tokyo-Ga y «Notebooks on Cities and Clothes», hace su propia interpretación de la palabra «ikigai», que conceptualmente podría definirse como la «felicidad de vivir».
Por cierto, más allá de la serena belleza de cada plano -tributario sin duda del cine del maestro Yasujiro Ozu-, Wim Wenders encuentra lo hermoso en lo cotidiano y trabaja para mostrar la extraordinaria sensibilidad del protagonista con una buena cuota de sensorialidad en la puesta, con breves instantes en blanco y negro que son como llamaradas de baja intensidad y representan a los sueños que ya no pueden ser contados de manera convencional.
Mientras la belleza sucede en la pantalla, lo que subyace es una enorme fragilidad que se resume al final, cuando Irayama comienza otra jornada, tan parecida y a la vez diferente al resto. Su rostro, que el espectador ya aprendió a descifrar como calmo y por momentos sabio, cambia, como si de golpe y en un instante de lucidez devastadora, todo el trabajoso universo que se creó para seguir respirando, se corriera entre tanta luminosidad, en un formidable momento cinematográfico de una película no menos extraordinaria.